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miércoles, 13 de febrero de 2013

Crónicas De La Tierra, EL 12avo PLANETA, Parte 7: DIOSES DEL CIELO Y DE LA TIERRA (Dioses Egipcios), ZECHARIA SITCHIN. 1976


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A primera vista, los dioses de Egipto dan la sensación de ser una incomprensible masa de actores sobre un escenario extraño, si nos atenemos a la multitud de dioses nacionales y locales, al ingente número de nombres y epítetos, y a la gran diversidad de sus roles, emblemas y mascotas animales.

Pero, si miramos más de cerca, nos daremos cuenta de que, en esencia, no se diferenciaban de los dioses de otras tierras del mundo antiguo.

Los egipcios creían en los Dioses del Cielo y de la Tierra, en Grandes Dioses que se distinguían fácilmente de las multitudes de deidades menores. G. A.

Wainwright {The Sky-Religion in Egypt) resumió las evidencias al demostrar que la creencia de los egipcios en Dioses del Cielo que habían descendido a la Tierra era «sumamente antigua».

Algunos de los epítetos de estos Grandes Dioses -el Más Grande de los Dioses, Toro del Cielo, Señor/Señora de las Montañas- resultan familiares.

Aunque los egipcios utilizaban el sistema decimal en sus cálculos, sus asuntos religiosos estaban gobernados por el sexagesimal sesenta sumerio, y los temas celestiales estaban sujetos al divino número doce.

Los cielos fueron divididos en tres partes, con doce cuerpos celestiales en cada una de ellas. El más allá se dividió en doce partes.

El día y la noche se dividieron en doce horas. Y todas estas divisiones se equipararon con «compañías» de perros que, a su vez, constaban de doce perros cada una.

A la cabeza del panteón egipcio estaba Ra («creador»), que presidía una Asamblea de Dioses que ascendía a doce.

Él había llevado a cabo sus increíbles obras de creación en tiempos primitivos, creando a Geb («Tierra») y Nut («cielo»).

Después, hizo que crecieran plantas en la Tierra, así como las criaturas que se arrastran; y, finalmente, hizo al Hombre.

Ra era un dios celestial invisible que sólo se manifestaba de vez en cuando. Su manifestación era el Aten, el Disco Celestial, representado como un Globo Alado.

Según la tradición egipcia, la aparición y las actividades de Ra en la Tierra estaban directamente relacionadas con el trono.

Según esta tradición, los primeros soberanos de Egipto no fueron hombres sino perros, y el primer dios que reinó en Egipto fue Ra.

Después, Ra dividió el reino, dándole el Bajo Egipto a su hijo Osiris y el Alto Egipto a su hijo Set. Pero Set hizo un plan para derrocar a Osiris y, al final, consiguió darle muerte.

Isis, hermana y esposa de Osiris, recuperó el cuerpo mutilado de éste y lo resucitó. Después, Osiris atravesó «las puertas secretas» y se unió a Ra en su sendero celestial; su lugar en el trono de Egipto lo ocupó su hijo Horus, al que, en ocasiones, se le representaba como un dios con alas y cuernos.

Aunque Ra era el más elevado en los cielos, en la Tierra era el hijo del dios Ptah («el que desarrolla», «el que forja las cosas»).

Los egipcios creían que Ptah había elevado la tierra de Egipto desde debajo de las aguas haciendo diques en el punto donde el Nilo asciende.

Decían que este Gran Dios había llegado a Egipto desde algún otro lugar, y que no sólo se estableció en Egipto, sino también en «la tierra montañosa y en la lejana tierra extranjera».

De hecho, los egipcios tenían por cierto que todos sus «dioses de antaño» habían venido en barco desde el sur, y se han encontrado muchos dibujos prehistóricos en roca que muestran a estos dioses de antaño -a los que se les distingue por su tocado con cuernos- llegando a Egipto en un barco.

La única ruta marítima que llega a Egipto desde el sur es la que viene por el Mar Rojo, y resulta significativo que el nombre egipcio de este mar fuera el de Mar de Ur.

En su expresión jeroglífica, el signo de Ur significa «la lejana tierra extranjera en el este», por lo que no se puede descartar que, en realidad, también se estuvieran refiriendo a la sumeria Ur, que se encontraba en esa misma dirección.

La palabra egipcia para «ser divino» o «dios» era NTR, que significa «el que vigila». Curiosamente, éste es el significado exacto del nombre de Sumer: la tierra de «los que vigilan».

La antigua idea de que la civilización pudo haber comenzado en Egipto está descartada en la actualidad. En estos momentos, existen muchas evidencias que indican que la organizada sociedad y civilización egipcia, que comenzó medio milenio o más después de la sumeria, extrajo su cultura, su arquitectura, su tecnología, su escritura y otros muchos aspectos de una elevada civilización de Sumer.

Y el peso de la evidencia demuestra también que los dioses de Egipto se originaron también en Sumer.

Los cananeos, parientes culturales y sanguíneos de los egipcios, compartieron con ellos los mismos dioses.

Pero, situados en la franja de tierra que sirvió de puente entre Asia y África desde tiempos inmemoriales, los cananeos también se vieron sometidos a fuertes influencias semitas o mesopotámicas.

Como los hititas en el norte, los hurritas en el nordeste y los egipcios en el sur, los cananeos no podían hacer alarde de un panteón original.

Ellos, también, adquirieron su cosmogonía, sus dioses y sus leyendas en otra parte. Sus contactos directos con la fuente sumeria fueron los amontas.

La tierra de los amoritas se encuentra entre Mesopotamia y las tierras mediterráneas del occidente de Asia.

Su nombre deriva de la acadia amurru y de la sumeria martu («occidentales»), y no se les trataba como a extraños, sino como a parientes que vivían en las provincias occidentales de Sumer y Acad.

En las listas de funcionarios de los templos en Sumer han aparecido nombres de origen amorita, y cuando Ur cayó ante los invasores elamitas en los alrededores del 2000 a.C, un martu llamado IshbiIrra reestableció la monarquía sumeria en Larsa y se propuso, como primer objetivo, recuperar Ur y restaurar allí el gran santuario al dios Sin.

«Jefes» amoritas establecieron la primera dinastía independiente en Asiría alrededor del 1900 a.C, y Hammurabi, que le dio grandeza a Babilonia en los alrededores del 1800 a.C, fue el sexto sucesor de la primera dinastía de Babilonia, que era amorita.

En la década de 1930, los arqueólogos se encontraron con la capital de los amoritas, conocida como Mari. En un meandro del Eufrates, donde la frontera de Siria corta el río en la actualidad, las excavadoras sacaron a la luz una importante ciudad cuyos edificios se habían construido y reconstruido una y otra vez entre el 3000 y el 2000 a.C, sobre cimientos que datan de siglos atrás.

Entre las ruinas más antiguas había una pirámide escalonada y templos dedicados a las deidades sumerias Inanna, Ninhursag y Enlil.

El palacio de Mari, sólo, ocupaba más dos hectáreas, y disponía de una sala del trono pintada con los más sorprendentes murales, de trescientas habitaciones diferentes, de cámaras de escribas y (lo más importante para un historiador) más de veinte mil tablillas en escritura cuneiforme, con asuntos que van desde la economía, el comercio, la política y la vida social de aquellos tiempos, hasta asuntos militares y de estado, así como, claro está, de la religión de la tierra y de sus gentes.

Una de las pinturas murales del gran palacio de Mari representa la investidura del rey Zimri-Lim a manos de la diosa Inanna (a la que los amoritas llamaban Ishtar).

Como en el resto de panteones, la deidad suprema, físicamente presente entre los amurru, era un dios del clima o de las tormentas al que llamaban Adad -el equivalente del cananeo Baal («señor»)-y apodaban Hadad. Su símbolo, como sería de esperar, era el rayo.

En los textos cananeos, a Baal se le suele llamar el «Hijo del Dragón». Los textos de Mari hablan también de una deidad aún más antigua llamada Dagan, un «Señor de la Abundancia» que, al igual que El, se le tenía por un dios retirado, que se quejaba de cierta ocasión en que no se le había consultado cómo había que conducirse en determinada guerra.

Entre otros miembros del panteón estaban también el Dios Luna, al que los cananeos llamaban Yerah, los acadios Sin y los sume-rios Nannar; el Dios Sol, comúnmente llamado Shamash; y otras deidades cuyas identidades no dejan lugar a dudas de que Mari fue un puente (geográfico y cronológico) que conectó las tierras y los pueblos del Mediterráneo oriental con las fuentes mesopotámicas.

Entre los descubrimientos hechos en Mari, como en cualquier otra parte de las tierras de Sumer, había docenas de estatuas de las mismas gentes: reyes, nobles, sacerdotes, cantantes. Se les representaba invariablemente con las manos entrelazadas en oración y con la mirada, helada para siempre, dirigida hacia sus dioses.

¿Quiénes fueron esos Dioses del Cielo y de la Tierra, divinos y, sin embargo, humanos, encabezados siempre por un panteón o círculo interno de doce deidades?

Hemos entrado en los templos de los griegos y los arios, de los hititas y los hurritas, de cananeos, egipcios y amoritas.

Hemos seguido senderos que nos han llevado a través de continentes y mares, y hemos seguido pistas que nos han llevado varios milenios atrás.

Y los corredores de todos los templos nos han llevado hasta una única fuente: Sumer

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Posteado por Oliver Mora.

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