EL 12avo PLANETA, parte 2: UNA CIVILIZACIÓN REPENTINA (ubicación), ZECHARIA SITCHIN – Crónicas de la Tierra, EL 12avo PLANETA
Durante mucho tiempo, el hombre occidental ha creído que su civilización era el legado de Roma y Grecia, pero los mismos filósofos griegos dijeron en repetidas ocasiones que su saber lo habían extraído de fuentes aún más antiguas.
Más tarde, los viajeros que volvían a Europa después de pasar por Egipto hablaban de imponentes pirámides y de ciudades-templo medio enterradas en la arena, custodiadas por extrañas bestias de piedra llamadas esfinges.
Cuando Napoleón llegó a Egipto en 1799, hizo venir a algunos de sus eruditos para que estudiaran y explicaran aquellos antiguos monumentos.
Uno de sus oficiales encontró cerca de Rosetta una losa de piedra en la que había inscrito un edicto de 196 a.C. escrito en la antigua escritura pictográfica egipcia (jeroglíficos) así como en otros dos alfabetos diferentes.
El desciframiento de la escritura y la lengua del antiguo Egipto, junto con los esfuerzos arqueológicos que siguieron, desvelaron al hombre occidental que había existido una gran civilización en aquel lugar mucho antes del advenimiento de la civilización griega.
Las anotaciones egipcias hablaban de dinastías reales que comenzaban alrededor del 3100 a.C, dos milenios antes del inicio de una civilización helénica que, alcanzando su madurez entre los siglos v y iv a.C, era más una advenediza de última hora que una engendradora de civilizaciones.
¿Acaso el origen de nuestra civilización se encontraba en Egipto?
Por lógica que pudiera parecer esta conclusión, los hechos militaban en contra.
Los eruditos griegos hablaban de visitas a Egipto, pero las antiguas fuentes de conocimiento de las que hablaban se encontraban en algún otro lugar.
Las culturas pre-helénicas del Egeo -la cultura minoica de la isla de Creta y la micénica de la Grecia continental- ofrecían evidencias de que había sido una cultura de Oriente Próximo, y no la egipcia, la cultura de donde habían bebido los griegos.
Siria y Anatolia, y no Egipto, eran las principales avenidas a través de las cuales había llegado hasta los griegos una civilización aún más antigua.
Al darse cuenta de que la invasión dórica de Grecia y la invasión israelita de Canaán, que siguió al éxodo de Egipto, tuvieron lugar casi al mismo tiempo (alrededor del siglo XIII a.C), los estudiosos comenzaron a descubrir cada vez más similitudes entre las civilizaciones semitas y helénica.
El profesor Cyrus H. Gordon (Forgotten Scripts; Evidence for the Minoan Language) abrió nuevos horizontes a la investigación al demostrar que una primitiva escritura minoica, llamada Lineal A, parecía pertenecer a una lengua semita.
Gordon llegó a la conclusión de que «el diseño (a diferencia del contenido) de las civilizaciones hebrea y minoica es, en gran medida, el mismo», y señaló que el nombre de la isla, Creta, deletreado en minoico como Ke-re-ta, era muy similar al de la palabra hebrea Ke-re-et («ciudad amurallada»), y tenía su homólogo en un relato semita de un rey de Keret.
Incluso el alfabeto griego, del cual derivan el alfabeto latino y el nuestro, proviene de Oriente Próximo.
Los mismos historiadores griegos de la antigüedad escribieron que un fenicio llamado Cadmo («antiguo») trajo el alfabeto, que constaba del mismo número de letras, y en el mismo orden, que el alfabeto hebreo; aquel era el alfabeto griego que existía cuando tuvo lugar la Guerra de Troya. Más tarde, ya en el siglo V a.C, el poeta Simónides de Ceos elevó el número de letras a 26.
Se puede demostrar fácilmente que la escritura griega y la latina, y, por ende, los cimientos de la cultura occidental, provienen de Oriente Próximo sólo con que comparemos el orden, los nombres, los signos e, incluso, los valores numéricos del alfabeto original de Oriente Próximo con los muy posteriores griego y latino.
(1) «H» transliterado normalmente como «H» por hacerlo más sencillo, se pronuncia, en lenguas sumerias y semita, como «CH» en el escocés o alemán «loch».
(2) «S» transliterado normalmente como «S» por hacerlo más sencillo, se pronuncia, en lenguas sumerias y semita, como «TS»
Los estudiosos sabían, cómo no, de los contactos que tuvieron los griegos con Oriente Próximo en el primer milenio a.C, contactos que culminaron con la victoria de Alejandro Magno sobre los persas en 331 a.C.
Las crónicas griegas contenían mucha información acerca de aquellos persas y de sus tierras (que más o menos se correspondían con las del Irán de hoy en día).
A juzgar por los nombres de sus reyes -Ciro, Darío, Jerjes- y los nombres de sus deidades, que parecen pertenecer a la rama lingüística indoeuropea, los estudiosos llegaron a la conclusión de que formaban parte del pueblo ario («señorial»), que apareció en algún lugar cercano al Mar Caspio a finales del segundo milenio a.C, y que se expandió por el oeste hasta Asia Menor, por el este hasta la India y por el sur hasta lo que el Antiguo Testamento llamó las «tierras de los medos y parsis».
Sin embargo, no todo era tan sencillo. A pesar del supuesto origen foráneo de los invasores, el Antiguo Testamento los trata como parte integrante de los sucesos bíblicos.
Ciro, por ejemplo, estaba considerado como un «Ungido de Yahveh» -una relación bastante inusual entre el Dios hebreo y alguien no hebreo.
Según el bíblico Libro de Ezra, Ciro era consciente de su misión en la reconstrucción del Templo de Jerusalén, y afirmaba que actuaba por orden de Yahveh, al cual llamaba «Dios del Cielo».
Ciro y el resto de reyes de su dinastía se llamaban a sí mismos aqueménidas, por el título adoptado por el fundador de la dinastía, Aquemenes (Hakham-Anish).
Y éste no era, precisamente, un título ario, sino uno completamente semita que significaba «hombre sabio».
Por lo general, los estudiosos no han investigado los muchos lazos que podrían apuntar a similitudes entre el Dios hebreo Yahveh y la deidad de los aqueménidas llamada «Señor Sabio», al cual representaban cerniéndose en los cielos dentro de un Globo Alado, como se muestra en el sello real de Darío.
Se tiene por demostrado que las raíces culturales, religiosas e históricas de los antiguos persas se remontan a los primitivos imperios de Babilonia y Asiria, cuyo auge y caída están registrados en el Antiguo Testamento.
Al principio, se tuvo por dibujos decorativos los símbolos que constituyen la escritura grabada en los monumentos y sellos aqueménidas.
Engelbert Kampfer, que visitó Persépolis, la antigua capital persa, en 1686, describió los signos como «cuneados», o impresiones con forma de cuña. Desde entonces, se conoció a esta escritura como cuneiforme.
A medida que se fueron descifrando las inscripciones aqueménidas, se fue haciendo evidente que estaban escritas de la misma manera que las inscripciones encontradas en las antiguas obras y tablillas de Mesopotamia, las llanuras y las tierras altas que se extienden entre los ríos Tigris y Eufrates.
Intrigado por tan dispersos descubrimientos, Paul Emile Botta se puso en camino en 1843 para dirigir la primera excavación arqueológica, tal como se entiende en nuestros días.
Seleccionó un lugar en el norte de Mesopotamia, cerca de la actual Mosul, llamada ahora Jorsabad.
Botta no tardó en establecer que las inscripciones cuneiformes nombraban a aquel lugar como Dur Sharru Kin.
Eran inscripciones semitas, en una lengua hermana de la hebrea, y el nombre significaba «ciudad amurallada del rey justo».
Nuestros libros de texto llaman a este rey Sargón II.
Esta ciudad, la capital del rey asirio, tenía como centro un magnífico palacio real cuyos muros estaban decorados con bajorrelieves; unos bajorrelieves que, si se hubieran puesto uno detrás de otro, se habrían extendido a lo largo de casi dos kilómetros.
Dominando la ciudad y el recinto real, había una pirámide escalonada llamada zigu-rat, que servía como «escalera hacia el Cielo» para los dioses.
El diseño de la ciudad y de las esculturas retrataba una forma de vida de grandes magnitudes.
Los palacios, los templos, las casas, los establos, los almacenes, las murallas, los pórticos, las columnas, los adornos, las estatuas, las obras de arte, las torres, las rampas, las terrazas, los jardines, todo, se terminó en solo cinco años.
Según Georges Contenau (La Vie Quotidienne á Babylone et en Assyrié), «la imaginación se tambalea ante la fuerza potencial de un imperio que pudo hacer tanto en tan breve lapso de tiempo», hace unos 3.000 años.
Para no ser menos que los franceses, los ingleses aparecieron en escena en la persona de Sir Austin Henry Layard, que estableció su lugar de trabajo Tigris abajo, a unos dieciséis kilómetros de Jorsabad.
Los habitantes de la zona lo llamaban Kuyunjik; y resultó ser la capital asiria de Nínive. Los nombres y los sucesos bíblicos comenzaban a recobrar vida.
Nínive fue la capital real de Asiria bajo el mandato de sus tres últimos grandes soberanos: Senaquerib, Asaradón y Assurbanipal.
«En el año catorce del rey Ezequías subió Senaquerib, rey de Asiria, contra todas las ciudades fortificadas de Judá», dice el Antiguo Testamento (II Reyes, 18:13), y cuando el Ángel del Señor acabó con su ejército, «Senaquerib partió y, volviéndose, se quedó en Nínive».
En los montículos en los que Senaquerib y Assurbanipal construyeron Nínive, se descubrieron palacios, templos y obras de arte que sobrepasaban a los de Sargón.
Pero no se ha podido excavar la zona en la que se cree que se encuentran las ruinas de los palacios de Asaradón, dado que, en la actualidad, se erige allí una mezquita musulmana donde se supone que está enterrado el profeta Jonás, aquel que fuera tragado por una ballena por negarse a llevar el mensaje de Yahveh a Nínive.
En las antiguas crónicas griegas, Layard había leído que un oficial del ejército de Alejandro había visto un «lugar de pirámides y ruinas de una antigua ciudad» -¡una ciudad que ya estaba enterrada en tiempos de Alejandro! Layard la desenterró también, y resultó ser Nimrud, el centro militar de Asiria.
Fue allí donde Salmanasar II levantó un obelisco en memoria de sus expediciones y conquistas militares.
En este obelisco, exhibido ahora en el Museo Británico, hay una lista de los reyes que fueron obligados a pagar tributo, entre los cuales figura «Jehú, hijo de Omri, rey de Israel».
¡Una vez más, las inscripciones mesopotámicas y los textos bíblicos se confirmaban entre sí!
Asombrados por las cada vez más frecuentes corroboraciones arqueológicas de los relatos bíblicos, los asiriólogos, que es como se acabó llamando a estos investigadores, se fijaron en el capítulo décimo del Libro del Génesis.
En él, Nemrod, «un bravo cazador delante de Yahveh», es descrito como el fundador de todos los reinos de Mesopotamia.
Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad, ciudades todas ellas en tierra de Senaar.
De aquella tierra procedía Assur, que edificó Nínive, una ciudad de amplias calles, Kálaj y Resen, la gran ciudad que está entre Nínive y Kálaj.
Y lo cierto es que había montículos entre Nínive y Nimrud a los que los lugareños llamaban Calah.
Entre 1903 y 1914, varios equipos dirigidos por W. Andrae excavaron la zona y descubrieron las ruinas de Assur, el centro religioso de los asirios, además de su capital más antigua.
De todas las ciudades asirias mencionadas en la Biblia, sólo queda por ser descubierta Resen, cuyo nombre significa «brida de caballo»; quizás fuera el lugar donde se encontraban los establos reales de Asiria.
Más o menos por la misma época en la que estaba siendo excavada Assur, los equipos dirigidos por R. Koldewey estaban completando la excavación de Babilonia, la bíblica Babel, una vasta extensión de palacios, templos y jardines colgantes, con su inevitable zigurat.
Y no pasó mucho tiempo antes de que algunos objetos e inscripciones desvelaran la historia de los dos imperios que habían competido por el control de Mesopotamia: Babilonia y Asiria, uno en el sur y otro en el norte.
Con sus ascensos y caídas, con sus luchas y su coexistencia, ambas conformaron lo más elevado de la civilización a lo largo de unos 1.500 años, surgiendo las dos a la luz alrededor del 1900 a.C. Assur y Nínive fueron finalmente capturadas y destruidas por los babilonios en 614 y 612 a.C. respectivamente.
Y, tal como habían predicho los profetas, la misma Babilonia tuvo un infame final cuando Ciro el Aqueménida la conquistó en 539 a.C.
Aunque fueron rivales a lo largo de toda su historia, sería difícil destacar diferencias significativas entre Asiria y Babilonia, tanto en cuestiones culturales como materiales.
Aun cuando Asiria llamaba a su dios supremo Assur, y Babilonia aclamaba a Marduk, los panteones eran, por lo demás, virtualmente iguales.
Muchos museos en el mundo tienen entre sus piezas más valiosas los pórticos ceremoniales, los toros alados, los bajorrelieves, las cuadrigas, herramientas, utensilios, joyas, estatuas y otros objetos hechos de todos los materiales imaginables que se han ido extrayendo de los montículos de Asiria y Babilonia.
Pero los verdaderos tesoros de estos reinos fueron sus registros escritos: miles y miles de inscripciones en escritura cuneiforme entre las que hay cuentos cosmológicos, poemas épicos, historias de reyes, anotaciones de templos, contratos comerciales, registros de matrimonios y divorcios, tablas astronómicas, predicciones astrológicas, fórmulas matemática-s, listas geográficas, textos escolares de gramática y vocabulario, y los no menos importantes textos donde se habla de los nombres, la genealogía, los epítetos, las obras, poderes y deberes de los dioses.
El lenguaje común que formó el lazo cultural, histórico y religioso entre Asiria y Babilonia era el acadIo, la primera lengua semita conocida; semejante, aunque anterior, al hebreo, el arameo, el fenicio y el cananeo.
Pero los asirios y los babilonios nunca afirmaron haber inventado su lengua o escritura; de hecho, en muchas de sus tablillas hay una nota final en la que se dice que ese texto es una copia de un original más antiguo.
Entonces, ¿quién inventó la escritura cuneiforme y desarrolló aquella lengua, con su precisa gramática y su rico vocabulario?
¿Quién escribió esos «originales más antiguos»? ¿Y por qué tanto asirios como babilonios llamaban a su idioma acadio?
La atención se concentró una vez más en el Libro del Génesis.
«Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad». ¡Acad! ¿De veras existió una capital real anterior a Babilonia y a Nínive?
Las ruinas de Mesopotamia han aportado evidencias concluyen-tes de que, realmente, hubo una vez un reino llamado Acad, establecido por un soberano mucho más antiguo que se llamaba a sí mismo sharrukin («soberano justo»).
En sus inscripciones, decía que su imperio se extendía, por la gracia de su dios Enlil desde el Mar Inferior (el Golfo Pérsico) hasta el Mar Superior (se cree que se trata del Mediterráneo).
Y alardeaba de que «en los muelles de Acad amarraban naves» de distantes tierras.
Los estudiosos se quedaron petrificados. ¡Se habían encontrado con un imperio mesopotámico en el tercer milenio a.C.
Aquello significaba un salto -hacia atrás- de unos 2.000 años, desde el Sargón asirio de Dur Sharrukin al Sargón de Acad Y, encima, los montículos que fueron excavados sacaron a la luz literatura y arte, ciencia y política, comercio y comunicaciones -toda una civilización- mucho antes de la aparición de Babilonia y Asiría.
Obviamente, aquella era la civilización predecesora y origen de las posteriores civilizaciones mesopotámicas; Asiría y Babilonia no eran más que ramas del tronco acadio.
Pero el misterio de una civilización mesopotámica tan antigua se hizo aún más profundo cuando se encontraron unas inscripciones en las que se hablaba de los logros y la genealogía de Sargón de Acad.
En ellas se decía que su título completo era «Rey de Acad, Rey de Kis», y se expresaba que, antes de ascender al trono, había sido consejero de los «soberanos de Kis».
¿Acaso hubo, pues -se preguntaron los estudiosos-, un reino, el de Kis, aún más antiguo que el de Acad?
Y, una vez más, los versículos bíblicos fueron significativos. Kus engendró a Nemrod, que fue el primero que se hizo prepotente en la tierra…
Los comienzos de su reino fueron Babel, Erek y Acad.
Muchos investigadores han especulado con la posibilidad de que Sargón de Acad fuera el bíblico Nimrod.
Si, en los versículos de arriba, uno lee «Kis» en vez de «Kus», daría la impresión de que Nimrod habría sido precedido por Kis, que es lo que se dice de Sargón.
Los estudiosos comenzaron entonces a aceptar literalmente el resto de las inscripciones:
«Él derrotó a Uruk y echó abajo sus murallas… venció en la batalla con los habitantes de Ur… conquistó todo el territorio, desde Lagash hasta el mar».
¿No sería la bíblica Erek idéntica a la Uruk de las inscripciones de Sargón?
Y, cuando se excavó un lugar llamado Warka en la actualidad, ése resultó ser el caso; y la Ur relacionada con Sargón, no era otra que la bíblica Ur, el mesopotámico lugar de nacimiento de Abraham.
Los descubrimientos arqueológicos no sólo reivindicaban las crónicas bíblicas, sino que también parecían asegurar que tenía que haber habido reinos, ciudades y civilizaciones en Mesopotamia aun antes del tercer milenio a.C. La única cuestión era la siguiente:
¿Hasta dónde tendría que remontarse uno para encontrar el primer reino civilizado?
La llave que abriría la puerta para la comprensión del enigma sería todavía otra lengua.
Los estudiosos se dieron cuenta de inmediato de que los nombres tenían un significado, no sólo en hebreo y en el Antiguo Testamento, sino en toda la zona de Oriente Próximo de la antigüedad.
Todos los nombres acadios, babilonios y asirios de personas y de lugares tenían un significado.
Pero los nombres de los soberanos que precedieron a Sargón de Acad no tenían ningún sentido: el rey en cuya corte Sargón fue consejero se llamaba Urzababa; el rey que gobernaba Erek se llamaba Lugalzagesi, etc.
En una conferencia ante la Royal Asiatic Society en 1853, Sir Henry Rawlinson señaló que estos nombres no eran ni semitas ni indoeuropeos; lo cierto es que, «parecían pertenecer a un grupo desconocido de lenguas o pueblos».
Pero, si los nombres tenían un significado, ¿cuál era la misteriosa lengua en la cual tenían sentido? Los investigadores le echaron otro vistazo a las inscripciones aca-dias.
Básicamente, la escritura cuneiforme acadia era silábica: cada signo representaba una sílaba completa (ab, ba, bat, etc.).
Sin embargo, la escritura hacía un uso más amplio de signos que no eran sílabas fonéticas, sino que transmitían los significados de «dios», «ciudad», «campo» o «vida», «elevado», etc.
La única explicación posible para este fenómeno era que esos signos fueran los remanentes de un sistema de escritura anterior que utilizara ideogramas.
Así pues, el acadio debía de haber sido precedido por otra lengua que utilizaba un método de escritura similar al de los jeroglíficos egipcios.
No tardó en hacerse obvio que una lengua más antigua, y no sólo una forma de escritura más antigua, se hallaba implicada en todo aquello.
Los estudiosos se encontraron con que las inscripciones y los textos acadios hacían amplio uso de palabras prestadas, palabras que habían tomado intactas de otra lengua (del mismo modo que otros idiomas modernos han tomado prestada la palabra inglesa stress).
Y esto se hacía especialmente evidente en aquellos aspectos en los que había involucrada algún tipo de terminología científica o técnica, así como en asuntos relacionados con los dioses y con los cielos.
Uno de los mayores descubrimientos de textos acadios tuvo lugar en las ruinas de una biblioteca reunida por Assurbanipal en Nínive; Layard y sus colegas sacaron de aquel lugar más de 25.000 tablillas, muchas de las cuales eran descritas por los antiguos escribas como copias de «textos de antaño».
Un grupo de 23 tablillas terminaba con la frase: «tablilla 23a: lengua de Shumer sin cambiar».
Otro texto llevaba una enigmática frase del mismo Assurbanipal: El dios de los escribas me ha concedido el don de conocer su arte.
He sido iniciado en los secretos de la escritura. Puedo incluso leer las intrincadas tablillas en shumerio; comprendo las enigmáticas palabras talladas en la piedra de los días anteriores al Diluvio.
La afirmación de Assurbanipal de que podía leer las intrincadas tablillas en «shumerio» y comprender las palabras escritas en tablillas de «los días anteriores al Diluvio» sólo consiguió agudizar aún más el misterio.
Pero en Enero de 1869, Jules Oppert sugirió ante la Sociedad Francesa de Numismática y Arqueología que había que reconocer la existencia de una lengua y un pueblo pre-acadio.
Apuntando que los primeros soberanos de Mesopotamia proclamaban su legitimidad tomando el título de «Rey de Sumer y Acad», Oppert sugirió que se llamara a aquel pueblo «sumerios» y a su tierra «Sumer».
Excepto por la mala pronunciación del nombre -debería de haber sido Shumer, y no Sumer-, Oppert tenía razón.
Sumer no era una tierra misteriosa y distante, sino el nombre primitivo de las tierras del sur de Mesopotamia, tal como se establecía en el Libro del Génesis:
Las ciudades reales de Babilonia, Acad y Erek estaban en «tierra de .Senaar» (Senaar, o.Shin’ar, era el nombre bíblico de Shumer).
En el momento en el que los estudiosos aceptaron estas conclusiones, se abrió paso a lo que tenía que suceder.
Las referencias aca-dias a los «textos de antaño» tomaron pleno significado, y los estudiosos no tardaron en darse cuenta de que las tablillas con largas columnas de palabras no eran más que vocabularios y diccionarios acadio-sumerio preparados en Asiría y Babilonia para su propio estudio de la primera lengua escrita, el sumerio.
Sin estos antiquísimos diccionarios, aún estaríamos lejos de poder leer el sumerio. Y, con su auxilio, se abrió un vasto tesoro literario y cultural.
También quedó claro que a la escritura sumeria, originalmente pictográfica y tallada en la piedra en columnas verticales, se le dio un trazado horizontal para, más tarde, estilizarla para escribirla con cuñas sobre suaves tablillas de arcilla, hasta convertirla en la escritura cuneiforme que adoptaron acadios, babilonios, asirios y otras naciones del Oriente Próximo de la antigüedad.
Al descifrarse la lengua y la escritura sumerias, y al darse cuenta de que los sumerios y su cultura eran el origen de los logros acadio-babilonio-asirios, se le dio un gran impulso a las investigaciones arqueológicas en el sur de Mesopotamia. Todas las evidencias indicaban ahora que el comienzo se encontraba allí.
La primera excavación significativa de un lugar sumerio la comenzaron algunos arqueólogos franceses en 1877; y los descubrimientos en este lugar singular fueron tan ingentes que otros arqueólogos continuaron excavando allí hasta 1933 sin poder acabar el trabajo.
Aquel lugar, llamado por los lugareños Telloh («montículo»), resultó ser una primitiva ciudad sumeria, la auténtica Lagash de cuya conquista se jactaba Sargón de Acad.
Ciertamente, era una ciudad real cuyos soberanos llevaban el mismo título que Sargón había adoptado, excepto por el hecho de que era en lengua sumeria: EN.SI («soberano justo»).
Esta dinastía había tenido sus inicios alrededor del 2900 a.C. y había durado casi 650 años.
Durante este tiempo, 43 ensi’s reinaron ininterrumpidamente en Lagash. Sus nombres, sus genealogías y la duración de sus reinados estaban pulcramente anotados.
Las inscripciones proporcionaron gran cantidad de información. Súplicas a los dioses «para que brote el grano y crezca la cosecha-para que la planta regada dé grano», atestiguan la existencia de la agricultura y la irrigación.
Una copa inscrita en honor a una diosa por «el supervisor del granero» indicaba también que se almacenaba, se medía y se comerciaba con el grano.
Un ensi llamado Eanatum dejó una inscripción en un ladrillo de arcilla que dice claramente que estos soberanos sumerios sólo podían asumir el trono con la aprobación de los dioses.
También anotó la conquista de otra ciudad, revelándonos la existencia de otras ciudades estado en Sumer a comienzos del tercer milenio a.C.
El sucesor de Eanatum, Entemena, escribió acerca de la construcción de un templo y de haberlo adornado con oro y plata, de haber plantado jardines y de haber ampliado los pozos de ladrillo.
Alardeaba de haber construido una fortaleza con torres de vigilancia e instalaciones donde atracar las naves.
Uno de los soberanos mejor conocidos de Lagash fue Gudea. Se encontró una gran cantidad de estatuillas de él, mostrándole en todas ellas con una postura votiva, orando a sus dioses.
Esta postura no era simulada: Gudea se había consagrado a la adoración de Ningirsu, su principal deidad, y a la construcción y la reconstrucción de templos.
Sus muchas inscripciones revelan que, en la búsqueda de exquisitos materiales de construcción, trajo oro de África y de Anatolia, plata de los Montes Taurus, cedros del Líbano, otras maderas poco comunes del Ararat, cobre de la cordillera de los Zagros, diorita de Egipto, cornalina de Etiopía, y otros materiales de tierras que los estudiosos no han conseguido identificar todavía.
Cuando Moisés construyó una «Residencia» para el Señor Dios en el desierto, lo hizo según unas instrucciones muy detalladas que le había dado éste.
Cuando el rey Salomón construyó el primer Templo de Jerusalén, lo hizo después de que el Señor le hubiera «dado su sabiduría».
Al profeta Ezequiel se le mostraron unos planos muy detallados para el Segundo Templo «en una visión divina».
Se los mostró «un hombre de aspecto semejante al del bronce», que «tenía en la mano una cuerda de lino y una vara de medir».
Ur-Nammu, soberano de Ur, relató un milenio antes que su dios, al ordenarle que construyera para él un templo y al darle las instrucciones pertinentes, le había entregado una vara de medir y un rollo de cuerda para el trabajo.
Mil doscientos años antes que Moisés, Gudea contó lo mismo. Las instrucciones, que plasmó en una larguísima inscripción, le fueron dadas en una visión.
«Un hombre que brillaba como el cielo», y a cuyo lado había «un pájaro divino», «me ordenó construir su templo».
Este «hombre», que «desde la corona de su cabeza era, obviamente, un dios», fue identificado posteriormente como el dios Ningirsu.
Con él había una diosa que «sujetaba en una mano la tablilla de su estrella favorable de los cielos»; en la otra mano, «sujetaba un estilo sagrado», con el cual le indicaba a Gudea «el planeta favorable».
Un tercer hombre, dios también, sujetaba en sus manos una tablilla de piedra preciosa; «contenía el plano de un templo».
Una de las estatuas de Gudea le muestra sentado, con esta tablilla sobre las rodillas; sobre la tablilla se puede observar con claridad el dibujo divino.
Aun siendo sabio, Gudea estaba desconcertado con aquellas instrucciones arquitectónicas, y solicitó el consejo de una diosa que pudiera interpretar los mensajes divinos.
Ella le explicó el significado de las instrucciones, las medidas del plano, así como el tamaño y la forma de los ladrillos que había que utilizar.
Después, Gudea empleó a un hombre «adivino, tomador de decisiones» y a una mujer «buscadora de secretos» para localizar el sitio, en las afueras de la ciudad, donde el dios deseaba que se construyera su templo. Después, reclutó a 216.000 personas para el trabajo de construcción.
El desconcierto de Gudea es fácilmente comprensible, pues se supone que el aparentemente sencillo «plano de planta» le tenía que dar la información necesaria para la construcción de un complejo zigurat que se tendría que elevar en siete fases.
En 1900, en su libro Der Alte Orient, A. Billerbeck fue capaz de descifrar al menos una parte de las divinas instrucciones arquitectónicas.
El antiguo dibujo, aun en la parcialmente deteriorada estatua, viene acompañado en la parte superior por grupos de líneas verticales cuyo número disminuye a medida que aumenta el espacio entre ellas.
Parecería que los arquitectos divinos eran capaces de dar las instrucciones completas para la construcción de un templo con siete elevaciones a partir de un sencillo plano de planta acompañado por siete escalas variables.
Se dice que la guerra espolea al Hombre para que avance tanto en lo científico como en lo material, pero parece que en el antiguo Sumer fue la construcción de un templo lo que espoleó a la gente y a sus soberanos a alcanzar un mayor desarrollo tecnológico, comercial, de transportes, arquitectónico y organizativo.
La capacidad para llevar a cabo tan importante obra de construcción de acuerdo con unos planes arquitectónicos preparados, para organizar y alimentar a una ingente masa de trabajadores, para allanar la tierra y elevar montícu-los para hacer ladrillos y transportar piedras, para traer metales extraños y otros materiales desde tan lejos, para fundir metales y dar forma a utensilios y ornamentos, nos habla de una importante civilización, ya en pleno esplendor en el tercer milenio a.C.
Aun con la maestría que implica la construcción de hasta los más antiguos templos sumerios, éstos no eran más que la punta del iceberg de las posibilidades y la riqueza de los logros materiales de la primera gran civilización que se conoce del Hombre.
Además de la invención y el desarrollo de la escritura, sin la cual una gran civilización no podría llegar a ser, a los sumerios también se les atribuye la invención de la imprenta.
Milenios antes que Johann Gutenberg «inventara» la imprenta a través de tipos movibles, los escribas sumerios utilizaban «tipos» pre-fabricados de los diferentes signos pictográficos, que utilizaban del mismo modo que nosotros utilizamos ahora un tampón de goma, imprimiendo la secuencia deseada de signos en la arcilla húmeda.
También inventaron al precursor de nuestras rotativas: el sello cilindrico. Hecho de una piedra sumamente dura, era un pequeño cilindro en el cual se grababa el mensaje o el dibujo al revés; cuando se hacía rodar el cilindro sobre la arcilla húmeda, se creaba una impresión «en positivo».
El sello también le permitía a uno certificar la autenticidad de los documentos; siempre se podía hacer una nueva impresión para compararla con la del documento en cuestión.
Muchos registros escritos sumerios y mesopotámicos no necesariamente estaban relacionados con lo divino o lo espiritual, sino con cosas tan cotidianas como el registro de las cosechas, la medida de campos y el cálculo de precios.
Ciertamente, no es posible alcanzar determinados grados de civilización sin un avance paralelo de las matemáticas.
El sistema sumerio, llamado sexagesimal, combinaba el mundano 10 con el «celestial» 6 para obtener la cifra base de 60.
En algunos aspectos, este sistema es superior al nuestro actual; en cualquier caso, es incuestionablemente superior a los sistemas posteriores de los griegos y de los romanos.
A los sumerios lesp ermitía dividir en fracciones y multiplicar millones, calcular las raíces o elevar los números a varias potencias.
Este sistema no sólo fue el primer sistema matemático conocido, sino también el que nos dio el concepto de «posición numérica»; del mismo modo que, en el sistema decimal, 2 puede ser 2 o 20 o 200, dependiendo de la posición del dígito, también en el sistema sumerio el 2 significa 2 o 120 (2 x 60), y así sucesivamente, dependiendo de la «posición».
Los 360 grados del círculo, el pie y sus 12 pulgadas, y la «docena» como unidad no son más que unos cuantos ejemplos de los vestigios de las matemáticas sumerias que todavía podemos ver en nuestra vida cotidiana.
Sus logros paralelos en astronomía, en el establecimiento del calendario y en otras hazañas matemático-celestiales de similar calibre recibirán un estudio mucho más preciso en capítulos posteriores.
Del mismo modo que todo nuestro sistema económico y social -libros, registros legales y económicos, contratos comerciales, certificados matrimoniales, etc.- dependen del papel, la vida sumeria/ mesopotámica dependía de la arcilla.
Templos, tribunales y casas de comercio disponían de sus propios escribas, con sus tablillas de arcilla húmeda dispuestas para anotar decisiones, acuerdos o cartas, o para calcular precios, salarios, el área de un campo o el número de ladrillos necesarios en una construcción.
La arcilla también era la materia prima básica en la manufactura de utensilios de uso cotidiano y de recipientes para el almacenamiento y el transporte de bienes.
También se utilizó para hacer ladrillos -otra cosa en la que los sumerios fueron los «primeros», algo que hizo posible la construcción de casas para el pueblo, de palacios para los reyes y de templos imponentes para los dioses.
A los sumerios se les atribuyen dos avances tecnológicos que hicieron posible combinar la ligereza con una fuerte resistencia en todos los objetos de arcilla: la armazón y la cocción.
Los arquitectos modernos han descubierto que se puede hacer hormigón armado, un material de construcción sumamente fuerte, echando cemento en moldes con un entramado interior de varillas de hierro; pero hace mucho que los sumerios fueron capaces de dar a sus ladrillos una gran fortaleza mezclando la arcilla húmeda con trozos de carrizo o paja.
También sabían que a los objetos de arcilla se les podía dar resistencia y durabilidad cociéndolos en el horno.
Posteado por Oliver Mora.
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