Allí, en Beni Walid, una pequeña ciudad de Libia, se ofendió inescrupulosamente a la Humanidad. No hubo pudor, ni lástima, ni tan siquiera un ápice de vergüenza. Allí se revivió a Hiroshima y a Nagasaki; se revivieron Sabra y Shatila; se repitió el holocausto judío y los asesinatos masivos en aldeas latinoamericanas; se puso un indecoroso precio a la vida. Se nos vendió el alma al Diablo.
¿En dónde quedan los escrúpulos de los seres humanos? ¿En dónde está su respeto a la vida? ¿Y la ternura? ¿Y el humanismo? ¿Y el amor al prójimo? ¿Y nuestras creencias? Allí se nos mató a la conciencia. Allí se martirizó a Cristo. Allí se ofendió a Dios, a Jahveh, a Alá, a Buda, a Mahoma, a nosotros mismos. Allí se le dio la espalda a todo en lo que creemos.
El macabro genocidio cometido ante el mundo, pletórico de sadismo e indolencia, nos debe hacer reflexionar si bien vale la pena pertenecer a la raza humana o, si tal vez, convivimos con bestias que se arrodillan en las Iglesias y oran, hipócritas, extendiendo sus manos llenas de sangre. Bestias capaces de usar palabras como “democracia”, derechos humanos”, “libertad”, para justificar sus crímenes.
Yo, consternado, no puedo ser cómplice de esta barbarie. ¡No me puedo callar! Y no me importa que el mundo permanezca indiferente, cómplice y en silencio, por miedo a la represalia del perpetrador de estas injusticias, por simple temor a no ser escogidos como próximo objetivo para las masacres, por cobardía y sumisión ante los poderosos.
La ONU es indiferente. La OTAN es indiferente. Estados Unidos es indiferente. El mundo todo, engañado por los grandes medios de comunicación indiferentes, nos hacen a todos cómplices indiferentes.
¿Los culpables? Son muchos y tienen nombre. Pueden, incluso ser identificados. Los culpables son los que pusieron las armas en manos de los asesinos, los que les entregaron el gas Sarin, el fósforo vivo, y usaron a la prensa para satanizar y ocultar. Los culpables son los que argumentaron derrocar supuestos represores para convertirse ellos mismos en represores. Los culpables son los que usaron a mercenarios sin alma o fueron ellos mismos a matar con saña y brutalidad. Cuando la OTAN y USA lanzaron a sus sangrientos mercenarios qataríes y de otros países árabes a Beni Walid, esgrimieron el argumento de que era un refugio de gadafistas y que allí no había inocentes. La verdad era otra, diferente al argumento utilizado de que allí se ocultaba el supuesto ajusticiador de uno de los desalmados asesinos de Muhamar Al Gadafi, nada menos que Omran Shaban, asesino y drogadicto, fallecido en Paris luego de ser trasladado desde Misratah.
Muchos murieron en Beni Walid, particularmente niños. Todo se empleó para asesinar, para mutilar y para dañar la carne humana: gases venenosos, bombas de uranio empobrecido y de racimo, fósforo vivo, disparos de obuses y ametralladoras, y hasta el cuchillo para degollar.
La muerte, empero, caminó por Libia y pone rumbo a Siria. Su misión es exterminar, destruir patrimonios y herencias culturales, violar niños y niñas, asesinarlos, despedazarlos, y arrasar de la faz de la tierra a la vida misma.
Hoy siento rabia y una impotencia enorme. Siento vergüenza de la naturaleza humana, capaz de asesinar de esta forma, de callar y ocultar, de la carencia de un mínimo sonrojo. Sin embargo, no pierdo la fe en el hombre, en el repudio unánime ante estos actos, en su valentía y en su apuesta por un mundo mejor.
Beni Walid no solo debe enseñarnos por la masacre cometida, sino también por su heroica resistencia y por sus ansias de justicia. También nosotros somos potenciales víctimas.
Percy Francisco Alvarado Godoy
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